lunes, 1 de julio de 2013

NAUFRAGIO DE SAN PABLO, MALTA

Por la tarde del mismo martes 3 de junio nos dirigimos a la San Paul’s Bay, bahía del naufragio de San Pablo. Partiendo de La Valletta y bordeando la costa hacia el oeste se llega, después de 17 km, al otrora pequeño puerto de pescadores y hoy muy poblado centro turístico. Su historia está íntimamente relacionada con la vida de San Pablo que desembarcó aquí en el año 60 tras el naufragio que nos narran los capítulos 27 y 28 de los Hechos de los Apóstoles. Fue aquí donde milagrosamente surgió una fuente para saciar su sed y la de los náufragos (hoy se puede visitar la Ghajn Razul, Fuente del Apóstol), fue aquí donde arrojó la serpiente al fuego (hoy se alza la Iglesia de tal-Huggiega o Iglesia de la Hoguera), y desde aquí fue llevado a presencia del gobernador romano Publius como lo veremos más tarde. Siglos más tarde, en esta bahía desembarcó el conde normando Roger I en el 1090 poniendo fin a la dominación árabe. También aquí desembarcaron los 18.000 soldados árabes que en el siglo XV intentando invadir la isla. Según la tradición, el mismo San Pablo fue visto descender del cielo montado a caballo y con la espada desenvainada en defensa de los malteses, como lo ha representado Mattia Preti en un cuadro que se conserva en la Catedral de Mdina.

El capítulo 27 de los Hechos de los Apóstoles contiene aquella célebre parte del diario de san Lucas que Josef Holzner, llama “el capítulo náutico”. Este documentado biógrafo de San Pablo no fue el único a quedar impresionado por las descripciones y la precisión del relato; entre otros, el héroe de la marina inglesa, Nelson, lo leyó la mañana de la batalla naval de Trafalgar; el Dr. Breusing, en su libro “La náutica de los antiguos”, lo llama “el más precioso documento náutico que nos ha conservado la antigüedad, el cual sólo puede haber sido compuesto por un testigo ocular”. Seguiremos el relato de Holzner.

Había pasado el tiempo de los equinoccios y el otoño del año 60 ya estaba bastante avanzado. No se podía diferir ya por más tiempo el transporte de presos a Roma, para no tener que invernar en el camino. Fue encargado de llevar a Pablo ante el Cesar el centurión romano Julio de la “cohorte augusta”, esto es de la tropa imperial. Julio eligió un buque mercante que iba a Adrumeto en Misia, Asia Menor. Allí esperaba alcanzar una nave que fuese a Italia. Cuando la nave zarpó de Cesarea de Filipo y se fue separando del continente asiático, Pablo sabía bien lo que le amenazaba. Conocía por experiencia los trabajos de una tan larga navegación, y esta vez entre cadenas. La náutica era todavía muy imperfecta, había muy pocos instrumentos. La brújula no estaba aún descubierta, y se veían obligados a observar la posición del sol y de las estrellas. Las grandes travesías estaban suspendidas durante el invierno, porque era imposible la observación de las estrellas por causa del nublado. En el otoño el Mediterráneo oriental es agitado frecuentemente por furiosas tempestades del oeste y con las anchas y bastas naves de carga era entonces imposible un viaje hacia el oeste. El hombre antiguo temía y odiaba al mar. Era para él el caos. El dios del mar, Neptuno, era un dios lleno de perfidia y sed de venganza.

La nave de Pablo, a causa de la lucha permanente contra los vientos de oeste, no pudo seguir su curso y con la ayuda de las corrientes marinas y los vientos de la costa logró con mucho trabajo, pasando junto a Chipre, llegar hasta Mira, en la punta sudoeste del Asia Menor. Para esto necesitaron quince días. El centurión Julio hizo un convenio con otra nave de carga para llevar a los presos. Como capitán de la policía imperial obtuvo también con esto el mando de la nave. Había a bordo 276 personas. La nave, muy cargada (a veces solían llevar hasta dos mil toneladas) luchaba con dificultad contra el viento noroeste. Después de tres semanas desde la partida de Cesarea sólo habían llegado a la altura de Cnido. Ahora comenzó la parte más difícil. Querían doblar el proceloso cabo de Matapán, la punta sur del Peloponesio, para llegar al mar Jónico. Pero fueron rechazados, y arrojados en dirección occidental yendo hacia el sur, rodeando la isla de Creta. Esta isla tiene una longitud de más de doscientos kilómetros y ofrece protección contra las tempestades que vienen del Archipiélago. Llegaron, pues hasta el puerto Laloí Limenes (= puertos hermosos), junto a Lasea. Era una ancha bahía con dos islas situadas delante de la embocadura, una de las cuales conserva aún hoy una pequeña capilla de san Pablo. Decidieron esperar allí a que el tiempo fuera más favorable.

Había pasado ya el tiempo del gran ayuno, la fiesta de la Expiación (Yom Kippur) que aquel año fue el 28 de octubre. El centurión tuvo una consulta con el patrón de la nave, con el capitán y el timonel, a la cual fue invitado también Pablo. Éste desaconsejó la continuación del viaje y propuso invernar allí; pero el patrón se resistía a la idea de perder su cargamento pues no había graneros y decidieron intentar llegar al puerto de Fénix, mejor provisto. Un viento traidor del sur sacó la nave de la bahía. Pero apenas doblaron el cabo de Matala dirigiéndose al norte, cuando observaron con espanto cómo el sagrado monte de los dioses, el Ida, se ponía su peligrosa blanca toca de nubes y una terrible borrasca, un viento nordeste semejante a un tifón, se precipitaba sobre la nave. “¡El eurakylón! ¡El eurakylón!”, gritaron todos despavoridos. Una espumosa ola que se elevó hasta el cielo, azotó la costa roqueña, rebotó después y echó la nave fuera, como un juguete, al furioso mar. Amainaron entonces las velas y soltaron el timón. Alejada algunas millas de la costa estaba la pequeña isla de Cauda, bajo cuya protección se pudo a lo menos levantar el bote de salvamento, arrastrado antes por la nave. Ésta ya estaba sobre un monte de agua, ya rodaba a la profundidad. Como sólo la parte media de la nave era apoyada por el agua en la cima de las olas, mientras la parte anterior y posterior estaban suspendidas en el aire, la nave amenazaba partirse bajo su propia carga. Por eso liaron alrededor de la nave una gruesa maroma para impedir que se rompiese. Esto se llamó el cinturón de la nave. Se pasó una noche con mucho temor.

Ahora amenazaba un nuevo peligro. Como ya no sabían orientarse, temían encallar en los grandes bancos de arena de la costa del norte de África. Los marineros echaron por la popa cuatro áncoras con el fin de retardar la marcha. El patrón sacrificó una parte del cargamento y todos los pertrechos superfluos de la nave. Pero vino lo peor: días de negra desesperación, en los que los mismos expertos marineros abandonaron toda esperanza. La oscuridad es el más terrible enemigo del hombre. Durante varios días no se pudo ver el sol ni las estrellas. Cualquiera orientación era imposible. San Lucas escribe en su diario: “Había desaparecido toda esperanza de salvación”. Desde hacía días nadie había ya comido nada. Lucas, el médico del navío, tuvo mucho que hacer. Pablo estaba en oración. Si la situación era para desesperar, Cristo estaba con él: “No temas, Pablo, tú has de comparecer ante el Cesar, y he aquí que Dios te ha concedido la vida de todos los que navegan contigo” (Hechos 27,24). Luego vio en sueños una isla que emergía del mar, la cual nunca había visto, y una nave hecha pedazos en el peñasco. “A esta isla – dijo la voz – habéis de ser arrojados”. La imagen desapareció y Pablo se despertó. Pablo estaba seguro de su causa, veía siempre ante sí su estrella: ¡Roma!. “Tened buen animo”, dice a los marineros, “yo tengo fe en Dios de que sucederá tal como se me ha dicho” (v.25). La noche decimocuarta fueron arrojados a aquella parte del mar entre Grecia y Sicilia, que los antiguos llamaban “Adria”. Repentinamente resonó hacia medianoche un grito: “¡Tierra!” Echan la sonda y hallan una profundidad de 20 brazas (37 metros) y poco después de 15 brazas (27,5 metros). Para reducir la marcha de la nave y hacer que no se haga pedazos en un escollo, dejan caer por la popa cuatro áncoras al fondo. La tensión de los marineros, que eran mercenarios, durante esa noche fue grande. Pablo oyó un sospechoso cuchicheo y ruido. Un grupo de marineros quería huir en el bote de salvamento. Pablo corre presuroso al centurión: “Si éstos no permanecen en el navío vosotros no podéis salvaros”. Julio mandó a los soldados que cortasen las amarras del bote. Así se aseguró la necesaria unidad de las fuerzas.

Los navegantes estaban debilitados. Pablo prometió a todos la salvación. Era el momento de tomar alimentos y fortalecerse. Se hizo traer pan, dio solemnemente gracias a Dios por él en presencia de todos, partiólo y empezó a comer. Todos siguieron su ejemplo. Al amanecer vieron a través de la lluvia gris una ensenada cerrada por acantiladas rocas con una playa arenosa. Aquí quisieron hacer entrar la nave. No sabían que la prolongación del promontorio del norte en la ensenada había sido separada de la isla por la actividad de las grandes mareas y formaba una isleta de por sí, unido con el cuerpo de la grande isla por un estrecho canal, y que el flujo forzado a pasar por este estrecho había echado en medio de la ensenada ocultos bancos de arena. Soltaron las amarras, izaron la vela delantera y se enderezó el curso a la ensenada. Entonces súbitamente una terrible sacudida conmueve a todo el cuerpo de la nave, de modo que los navegantes caen revueltos y se produce un siniestro crujido y estallido en todas las junturas. La nave se hundió por la proa profundamente en la arena. Por el rebote y la violencia de las olas se quebró la popa, el lado de la parte posterior del buque. El agua entró formando un remolino. La nave estaba perdida. Los viajeros se habían apiñonado angustiosamente en la proa. No quedó más remedio que salvar la vida nadando. Y ahora, cuando la salvación estaba tan cerca, amenazaba el último y peor peligro. Los soldados tenían la obligación de no dejar escapar a ninguno de los presos y preguntaron al centurión si dar muerte a los presos. El centurión que estimaba a Pablo, mandó desatar las cadenas de los presos dando esta orden: “Sálvense cada cual como pueda”. La fantasía se resiste a describir la escena de cómo 276 hombres, agotados por el hambre, frío y humedad, hacen los últimos esfuerzos para salvarse en medio de un mar borrascoso y del furioso oleaje.

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