Por
la tarde del mismo martes 3 de junio nos dirigimos a la San Paul’s Bay, bahía
del naufragio de San Pablo. Partiendo de La Valletta y bordeando la costa hacia
el oeste se llega, después de 17 km, al otrora pequeño puerto de pescadores y
hoy muy poblado centro turístico. Su historia está íntimamente relacionada con
la vida de San Pablo que desembarcó aquí en el año 60 tras el naufragio que nos
narran los capítulos 27 y 28 de los Hechos de los Apóstoles. Fue aquí donde
milagrosamente surgió una fuente para saciar su sed y la de los náufragos (hoy
se puede visitar la Ghajn Razul, Fuente del Apóstol), fue aquí donde arrojó la
serpiente al fuego (hoy se alza la Iglesia de tal-Huggiega o Iglesia de la
Hoguera), y desde aquí fue llevado a presencia del gobernador romano Publius
como lo veremos más tarde. Siglos más tarde, en esta bahía desembarcó el conde
normando Roger I en el 1090 poniendo fin a la dominación árabe. También aquí
desembarcaron los 18.000 soldados árabes que en el siglo XV intentando invadir
la isla. Según la tradición, el mismo San Pablo fue visto descender del cielo
montado a caballo y con la espada desenvainada en defensa de los malteses, como
lo ha representado Mattia Preti en un cuadro que se conserva en la Catedral de
Mdina.
El
capítulo 27 de los Hechos de los Apóstoles contiene aquella célebre parte del
diario de san Lucas que Josef Holzner, llama “el capítulo náutico”. Este
documentado biógrafo de San Pablo no fue el único a quedar impresionado por las
descripciones y la precisión del relato; entre otros, el héroe de la marina
inglesa, Nelson, lo leyó la mañana de la batalla naval de Trafalgar; el Dr.
Breusing, en su libro “La náutica de los antiguos”, lo llama “el más precioso
documento náutico que nos ha conservado la antigüedad, el cual sólo puede haber
sido compuesto por un testigo ocular”. Seguiremos el relato de Holzner.
Había
pasado el tiempo de los equinoccios y el otoño del año 60 ya estaba bastante
avanzado. No se podía diferir ya por más tiempo el transporte de presos a Roma,
para no tener que invernar en el camino. Fue encargado de llevar a Pablo ante
el Cesar el centurión romano Julio de la “cohorte augusta”, esto es de la tropa
imperial. Julio eligió un buque mercante que iba a Adrumeto en Misia, Asia
Menor. Allí esperaba alcanzar una nave que fuese a Italia. Cuando la nave zarpó
de Cesarea de Filipo y se fue separando del continente asiático, Pablo sabía
bien lo que le amenazaba. Conocía por experiencia los trabajos de una tan larga
navegación, y esta vez entre cadenas. La náutica era todavía muy imperfecta,
había muy pocos instrumentos. La brújula no estaba aún descubierta, y se veían
obligados a observar la posición del sol y de las estrellas. Las grandes
travesías estaban suspendidas durante el invierno, porque era imposible la
observación de las estrellas por causa del nublado. En el otoño el Mediterráneo
oriental es agitado frecuentemente por furiosas tempestades del oeste y con las
anchas y bastas naves de carga era entonces imposible un viaje hacia el oeste.
El hombre antiguo temía y odiaba al mar. Era para él el caos. El dios del mar,
Neptuno, era un dios lleno de perfidia y sed de venganza.
La
nave de Pablo, a causa de la lucha permanente contra los vientos de oeste, no
pudo seguir su curso y con la ayuda de las corrientes marinas y los vientos de
la costa logró con mucho trabajo, pasando junto a Chipre, llegar hasta Mira, en
la punta sudoeste del Asia Menor. Para esto necesitaron quince días. El
centurión Julio hizo un convenio con otra nave de carga para llevar a los
presos. Como capitán de la policía imperial obtuvo también con esto el mando de
la nave. Había a bordo 276 personas. La nave, muy cargada (a veces solían
llevar hasta dos mil toneladas) luchaba con dificultad contra el viento
noroeste. Después de tres semanas desde la partida de Cesarea sólo habían
llegado a la altura de Cnido. Ahora comenzó la parte más difícil. Querían
doblar el proceloso cabo de Matapán, la punta sur del Peloponesio, para llegar
al mar Jónico. Pero fueron rechazados, y arrojados en dirección occidental
yendo hacia el sur, rodeando la isla de Creta. Esta isla tiene una longitud de
más de doscientos kilómetros y ofrece protección contra las tempestades que
vienen del Archipiélago. Llegaron, pues hasta el puerto Laloí Limenes (=
puertos hermosos), junto a Lasea. Era una ancha bahía con dos islas situadas
delante de la embocadura, una de las cuales conserva aún hoy una pequeña
capilla de san Pablo. Decidieron esperar allí a que el tiempo fuera más
favorable.
Había
pasado ya el tiempo del gran ayuno, la fiesta de la Expiación (Yom Kippur) que
aquel año fue el 28 de octubre. El centurión tuvo una consulta con el patrón de
la nave, con el capitán y el timonel, a la cual fue invitado también Pablo.
Éste desaconsejó la continuación del viaje y propuso invernar allí; pero el
patrón se resistía a la idea de perder su cargamento pues no había graneros y
decidieron intentar llegar al puerto de Fénix, mejor provisto. Un viento
traidor del sur sacó la nave de la bahía. Pero apenas doblaron el cabo de
Matala dirigiéndose al norte, cuando observaron con espanto cómo el sagrado
monte de los dioses, el Ida, se ponía su peligrosa blanca toca de nubes y una
terrible borrasca, un viento nordeste semejante a un tifón, se precipitaba
sobre la nave. “¡El eurakylón! ¡El eurakylón!”, gritaron todos despavoridos.
Una espumosa ola que se elevó hasta el cielo, azotó la costa roqueña, rebotó
después y echó la nave fuera, como un juguete, al furioso mar. Amainaron
entonces las velas y soltaron el timón. Alejada algunas millas de la costa
estaba la pequeña isla de Cauda, bajo cuya protección se pudo a lo menos
levantar el bote de salvamento, arrastrado antes por la nave. Ésta ya estaba
sobre un monte de agua, ya rodaba a la profundidad. Como sólo la parte media de
la nave era apoyada por el agua en la cima de las olas, mientras la parte
anterior y posterior estaban suspendidas en el aire, la nave amenazaba partirse
bajo su propia carga. Por eso liaron alrededor de la nave una gruesa maroma
para impedir que se rompiese. Esto se llamó el cinturón de la nave. Se pasó una
noche con mucho temor.
Ahora
amenazaba un nuevo peligro. Como ya no sabían orientarse, temían encallar en
los grandes bancos de arena de la costa del norte de África. Los marineros
echaron por la popa cuatro áncoras con el fin de retardar la marcha. El patrón
sacrificó una parte del cargamento y todos los pertrechos superfluos de la
nave. Pero vino lo peor: días de negra desesperación, en los que los mismos
expertos marineros abandonaron toda esperanza. La oscuridad es el más terrible
enemigo del hombre. Durante varios días no se pudo ver el sol ni las estrellas.
Cualquiera orientación era imposible. San Lucas escribe en su diario: “Había
desaparecido toda esperanza de salvación”. Desde hacía días nadie había ya
comido nada. Lucas, el médico del navío, tuvo mucho que hacer. Pablo estaba en
oración. Si la situación era para desesperar, Cristo estaba con él: “No temas,
Pablo, tú has de comparecer ante el Cesar, y he aquí que Dios te ha concedido
la vida de todos los que navegan contigo” (Hechos 27,24). Luego vio en sueños
una isla que emergía del mar, la cual nunca había visto, y una nave hecha
pedazos en el peñasco. “A esta isla – dijo la voz – habéis de ser arrojados”.
La imagen desapareció y Pablo se despertó. Pablo estaba seguro de su causa,
veía siempre ante sí su estrella: ¡Roma!. “Tened buen animo”, dice a los
marineros, “yo tengo fe en Dios de que sucederá tal como se me ha dicho”
(v.25). La noche decimocuarta fueron arrojados a aquella parte del mar entre
Grecia y Sicilia, que los antiguos llamaban “Adria”. Repentinamente resonó
hacia medianoche un grito: “¡Tierra!” Echan la sonda y hallan una profundidad
de 20 brazas (37 metros) y poco después de 15 brazas (27,5 metros). Para
reducir la marcha de la nave y hacer que no se haga pedazos en un escollo,
dejan caer por la popa cuatro áncoras al fondo. La tensión de los marineros,
que eran mercenarios, durante esa noche fue grande. Pablo oyó un sospechoso
cuchicheo y ruido. Un grupo de marineros quería huir en el bote de salvamento.
Pablo corre presuroso al centurión: “Si éstos no permanecen en el navío
vosotros no podéis salvaros”. Julio mandó a los soldados que cortasen las
amarras del bote. Así se aseguró la necesaria unidad de las fuerzas.
Los navegantes
estaban debilitados. Pablo prometió a todos la salvación. Era el momento de
tomar alimentos y fortalecerse. Se hizo traer pan, dio solemnemente gracias a
Dios por él en presencia de todos, partiólo y empezó a comer. Todos siguieron
su ejemplo. Al amanecer vieron a través de la lluvia gris una ensenada cerrada
por acantiladas rocas con una playa arenosa. Aquí quisieron hacer entrar la
nave. No sabían que la prolongación del promontorio del norte en la ensenada
había sido separada de la isla por la actividad de las grandes mareas y formaba
una isleta de por sí, unido con el cuerpo de la grande isla por un estrecho
canal, y que el flujo forzado a pasar por este estrecho había echado en medio
de la ensenada ocultos bancos de arena. Soltaron las amarras, izaron la vela
delantera y se enderezó el curso a la ensenada. Entonces súbitamente una
terrible sacudida conmueve a todo el cuerpo de la nave, de modo que los
navegantes caen revueltos y se produce un siniestro crujido y estallido en
todas las junturas. La nave se hundió por la proa profundamente en la arena.
Por el rebote y la violencia de las olas se quebró la popa, el lado de la parte
posterior del buque. El agua entró formando un remolino. La nave estaba
perdida. Los viajeros se habían apiñonado angustiosamente en la proa. No quedó
más remedio que salvar la vida nadando. Y ahora, cuando la salvación estaba tan
cerca, amenazaba el último y peor peligro. Los soldados tenían la obligación de
no dejar escapar a ninguno de los presos y preguntaron al centurión si dar
muerte a los presos. El centurión que estimaba a Pablo, mandó desatar las
cadenas de los presos dando esta orden: “Sálvense cada cual como pueda”. La
fantasía se resiste a describir la escena de cómo 276 hombres, agotados por el
hambre, frío y humedad, hacen los últimos esfuerzos para salvarse en medio de
un mar borrascoso y del furioso oleaje.
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