Para
explicitar su recomendación, San Pablo se vale de una imagen sumamente
expresiva —el cuerpo humano—, que siendo uno solo, tiene una gran variedad de
miembros, cada cual con su función, y todos al servicio unos de los otros: “así
nosotros, aunque seamos muchos, formamos en Cristo un solo cuerpo”.
Se
trata de una realidad profunda, que constituye la doctrina revelada del Cuerpo
Místico de Cristo, a la cual San Pablo alude de modo explícito también en otras
de sus epístolas (1 Cor. 10, 17; 12, 12-27; Ef. 1, 13; 2, 16; 3, 6; 4, 4 y
12-16; Col. 1, 18 y 24; 2, 19; 3, 15). Según esta doctrina, la Iglesia no es un
conglomerado amorfo de individuos, sino un cuerpo organizado, con diversos
miembros y sus propias funciones, sobre los cuales Jesucristo ejerce una acción
unitiva y vivificadora. Así, es perfectamente adecuada la expresión Cuerpo
Místico de Cristo para designar a la Iglesia.
En
los diversos textos mencionados, San Pablo resalta ya sea uno, ya sea otro
aspecto de esta divina doctrina. Cuando quiere inculcar la necesidad de unión y
colaboración entre los fieles, destaca que nuestra unión con Cristo es tal que
forma con Él una unidad o cuerpo único. Empero, cuando necesita denunciar a los
falsos predicadores que cuestionaban la posición única de Cristo, insiste sobre
todo en que Él es la verdadera Cabeza —aunque invisible— de la comunidad
cristiana, o sea, católica, apostólica y romana, punto de partida de todo el
influjo vital en la Iglesia y su Jefe indiscutible.
Aquí
cabe observar —no sin asombro— que concepciones erróneas acerca del Cuerpo
Místico de Cristo recorren toda la historia dos veces milenaria de la Iglesia,
a tal punto que el Papa Pío XII se sintió obligado a escribir una encíclica
especial para refutar las falsas doctrinas en curso en los medios católicos de
su tiempo, y que llegan hasta nuestros días. Se trata de la encíclica Mystici
Corporis Christi, del 29 de junio de 1943, cuya lectura recomendamos a quien
quisiera profundizar en el asunto.
La vida de Cristo en San Pablo lo transforma en hombre nuevo,
lleno de la gracia, conocimiento de Dios. Es capaz de comunicar la vida de
Cristo. Murió el "hombre viejo" (cf. Rm 6,6.11; Flp 3,10). Nace el
"hombre nuevo" (2Cor 5,17; Gal 5,1). Ahora la vida de Cristo es su
vida (cf. Col 2,12-13; Rm 6,8; 2Tim 2,11). Está plenamente identificado con EL
(cf. Flp 3,12). Ofrece su vida con su Señor en su misterio de pasión, muerte y
resurrección (Rm 6,3-4), para completar lo que falta en su propia carne a la
pasión de Cristo (cf. Col 1,24). Está lleno de agradecimiento porque Cristo
"se entregó a sí mismo por mí" (Gal 2,20; cf 1,4; Ef 5,2; Jn 10,10).
Pablo
es el libre prisionero de Cristo (cf. Hch 20,22); ya no se pertenece, sino que
su vivir, amar y morir es Cristo Jesús (cf. Gal 2,20). Amar a Cristo es
inseparable de amar a aquellos que le han sido confiados con el mismo amor de
Cristo. Ese amor es superior a los meros esfuerzos humanos, es el amor divino
que ha recibido, que no escatima en nada para llevar al amado a Cristo (cf.
1Cor 4,14-17; 2Cor 6,13; 11,2; 12,15; 1Tes 2,7.10-11; Fil 10; Gal 4,19).
Hemos llamado a la Iglesia el
Cuerpo Místico de Cristo;
“místico” es decir misterioso. Lo distinguimos así del cuerpo natural, que fue
concebido en el vientre de Su Madre y nació en Belén, que fue clavado en la
cruz, que está ahora a la diestra del Padre, y que recibimos bajo la apariencia
del pan en la Sagrada Eucaristía. Los teólogos hablan del segundo cuerpo como
del que sucede al primero, ya que en él nuestro Señor continúa actuando entre
los hombres, como hacía en Su cuerpo natural durante Su corta vida en la
tierra.
Llamar
a la Iglesia el Cuerpo de Cristo no es más retórico que la frase dirigida a
Saulo: la Iglesia no es sólo una organización que nos proporciona los dones que
Él quiere darnos; pensar en Ella sólo como una sociedad fundada por Cristo no
basta. Gracias a nuestra experiencia humana, podemos pensar en el cuerpo de un
ser vivo para hacernos una idea más exacta de la Iglesia, ya que la esencia de
todo cuerpo vivo es tener un principio de vida, por el que todos sus elementos
viven una misma vida. Ser células vivas de un cuerpo del que el Señor es la
cabeza constituye, por tanto, nuestra función más importante. Por ello, vamos a
profundizar en ese hecho.
San
Pablo, en Efesios 1, 22, afirma: “Le puso por cabeza de toda la Iglesia, que es
su Cuerpo”. En otras palabras: Nuestro Señor, que vive en su Cuerpo natural en
el Cielo, tiene otro Cuerpo en la tierra. Este no es una copia del primero,
puesto que pertenece a otro orden, si bien ambos pueden ser llamados “Cuerpo”
con la misma propiedad, y “Cuerpo de Cristo”. Todos los miembros, órganos y
células de un cuerpo viven una misma vida, la vida de aquel a quien el cuerpo
pertenece; lo mismo ocurre con el Cuerpo natural de Cristo, y lo mismo con su
Cuerpo místico.
Pero
ambas vidas son diferentes: vida natural en el primero, y vida sobrenatural
—gracia santificante— en el segundo. Dentro de la Iglesia, cada miembro tiene
su propia vida natural y debe esforzarse por corregir sus defectos; pero la
vida de la gracia, por la que alcanzaremos la visión de Dios en el Cielo, es la
vida de Cristo en nosotros, nuestra participación en su propia vida. “Yo vivo
—dice San Pablo—; o, más bien, no soy yo el que vivo: es Cristo quien vive en
mí”.
De
la misma manera que tenemos células en nuestro cuerpo que viven nuestra vida,
debemos convertirnos en células del Cuerpo de Cristo, que vivan su vida;
debemos ser incorporados a Cristo, insertados en su cuerpo. ¿Cómo? Por el
bautismo: Nacidos en la raza de Adán, hemos renacido en Cristo. Dice San Pablo
a los Romanos: «Hemos sido insertados en Cristo por el bautismo» (6, 3); y a
los Gálatas (3, 27): “Cuantos en Cristo habéis sido bautizados, os habéis
vestido de Cristo (...) porque todos sois uno en Cristo Jesús”.
Eso
es la Iglesia; eso significa pertenecer a Ella. Estamos insertados en la
humanidad de nuestro Señor, hechos uno con El. Y esa humanidad es la de Dios
Hijo, por la que estamos unidos a la segunda Persona y, a través de ésta, a la
Trinidad entera. Descubrimos así un nuevo sentido en dos frases pronunciadas
por el Señor en la Ultima Cena.
En
el texto que ya hemos citado, ruega porque todos los que crean en El “sean uno,
como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, para que también ellos sean uno en
nosotros” (Jn 17, 21; léase hasta el final del capítulo). Antes del principio
del gran discurso, ya había enunciado la verdad en una sola frase: “Yo estoy en
mi Padre, y vosotros en mí y yo en vosotros” (Jn 14, 20).
Sería
una pena ser católico y no hacerse cargo de lo que eso significa, por lo mucho
que nos estaríamos perdiendo. Ahora bien, saberlo puede resultar también
aterrador, ya que, además de la vida sobrenatural que Cristo nos ha logrado,
tenemos otra vida natural, y pocos de nosotros podemos jactarnos de triunfos
espectaculares a la hora de armonizar ambas. Pero aun con nuestra mediocridad,
tenemos una especial grandeza: no hay ninguna otra dignidad al alcance del
hombre que pueda compararse a la que hemos adquirido cada uno de nosotros por
el bautismo.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario