lunes, 7 de octubre de 2013

Cristo en San Pablo



Para explicitar su recomendación, San Pablo se vale de una imagen sumamente expresiva —el cuerpo humano—, que siendo uno solo, tiene una gran variedad de miembros, cada cual con su función, y todos al servicio unos de los otros: “así nosotros, aunque seamos muchos, formamos en Cristo un solo cuerpo”.


Se trata de una realidad profunda, que constituye la doctrina revelada del Cuerpo Místico de Cristo, a la cual San Pablo alude de modo explícito también en otras de sus epístolas (1 Cor. 10, 17; 12, 12-27; Ef. 1, 13; 2, 16; 3, 6; 4, 4 y 12-16; Col. 1, 18 y 24; 2, 19; 3, 15). Según esta doctrina, la Iglesia no es un conglomerado amorfo de individuos, sino un cuerpo organizado, con diversos miembros y sus propias funciones, sobre los cuales Jesucristo ejerce una acción unitiva y vivificadora. Así, es perfectamente adecuada la expresión Cuerpo Místico de Cristo para designar a la Iglesia.

En los diversos textos mencionados, San Pablo resalta ya sea uno, ya sea otro aspecto de esta divina doctrina. Cuando quiere inculcar la necesidad de unión y colaboración entre los fieles, destaca que nuestra unión con Cristo es tal que forma con Él una unidad o cuerpo único. Empero, cuando necesita denunciar a los falsos predicadores que cuestionaban la posición única de Cristo, insiste sobre todo en que Él es la verdadera Cabeza —aunque invisible— de la comunidad cristiana, o sea, católica, apostólica y romana, punto de partida de todo el influjo vital en la Iglesia y su Jefe indiscutible.

Aquí cabe observar —no sin asombro— que concepciones erróneas acerca del Cuerpo Místico de Cristo recorren toda la historia dos veces milenaria de la Iglesia, a tal punto que el Papa Pío XII se sintió obligado a escribir una encíclica especial para refutar las falsas doctrinas en curso en los medios católicos de su tiempo, y que llegan hasta nuestros días. Se trata de la encíclica Mystici Corporis Christi, del 29 de junio de 1943, cuya lectura recomendamos a quien quisiera profundizar en el asunto.

La vida de Cristo en San Pablo lo transforma en hombre nuevo, lleno de la gracia, conocimiento de Dios. Es capaz de comunicar la vida de Cristo. Murió el "hombre viejo" (cf. Rm 6,6.11; Flp 3,10). Nace el "hombre nuevo" (2Cor 5,17; Gal 5,1). Ahora la vida de Cristo es su vida (cf. Col 2,12-13; Rm 6,8; 2Tim 2,11). Está plenamente identificado con EL (cf. Flp 3,12). Ofrece su vida con su Señor en su misterio de pasión, muerte y resurrección (Rm 6,3-4), para completar lo que falta en su propia carne a la pasión de Cristo (cf. Col 1,24). Está lleno de agradecimiento porque Cristo "se entregó a sí mismo por mí" (Gal 2,20; cf 1,4; Ef 5,2; Jn 10,10).

Pablo es el libre prisionero de Cristo (cf. Hch 20,22); ya no se pertenece, sino que su vivir, amar y morir es Cristo Jesús (cf. Gal 2,20). Amar a Cristo es inseparable de amar a aquellos que le han sido confiados con el mismo amor de Cristo. Ese amor es superior a los meros esfuerzos humanos, es el amor divino que ha recibido, que no escatima en nada para llevar al amado a Cristo (cf. 1Cor 4,14-17; 2Cor 6,13; 11,2; 12,15; 1Tes 2,7.10-11; Fil 10; Gal 4,19).

Hemos llamado a la Iglesia el Cuerpo Místico de Cristo; “místico” es decir misterioso. Lo distinguimos así del cuerpo natural, que fue concebido en el vientre de Su Madre y nació en Belén, que fue clavado en la cruz, que está ahora a la diestra del Padre, y que recibimos bajo la apariencia del pan en la Sagrada Eucaristía. Los teólogos hablan del segundo cuerpo como del que sucede al primero, ya que en él nuestro Señor continúa actuando entre los hombres, como hacía en Su cuerpo natural durante Su corta vida en la tierra.

Llamar a la Iglesia el Cuerpo de Cristo no es más retórico que la frase dirigida a Saulo: la Iglesia no es sólo una organización que nos proporciona los dones que Él quiere darnos; pensar en Ella sólo como una sociedad fundada por Cristo no basta. Gracias a nuestra experiencia humana, podemos pensar en el cuerpo de un ser vivo para hacernos una idea más exacta de la Iglesia, ya que la esencia de todo cuerpo vivo es tener un principio de vida, por el que todos sus elementos viven una misma vida. Ser células vivas de un cuerpo del que el Señor es la cabeza constituye, por tanto, nuestra función más importante. Por ello, vamos a profundizar en ese hecho.

San Pablo, en Efesios 1, 22, afirma: “Le puso por cabeza de toda la Iglesia, que es su Cuerpo”. En otras palabras: Nuestro Señor, que vive en su Cuerpo natural en el Cielo, tiene otro Cuerpo en la tierra. Este no es una copia del primero, puesto que pertenece a otro orden, si bien ambos pueden ser llamados “Cuerpo” con la misma propiedad, y “Cuerpo de Cristo”. Todos los miembros, órganos y células de un cuerpo viven una misma vida, la vida de aquel a quien el cuerpo pertenece; lo mismo ocurre con el Cuerpo natural de Cristo, y lo mismo con su Cuerpo místico.

Pero ambas vidas son diferentes: vida natural en el primero, y vida sobrenatural —gracia santificante— en el segundo. Dentro de la Iglesia, cada miembro tiene su propia vida natural y debe esforzarse por corregir sus defectos; pero la vida de la gracia, por la que alcanzaremos la visión de Dios en el Cielo, es la vida de Cristo en nosotros, nuestra participación en su propia vida. “Yo vivo —dice San Pablo—; o, más bien, no soy yo el que vivo: es Cristo quien vive en mí”.

De la misma manera que tenemos células en nuestro cuerpo que viven nuestra vida, debemos convertirnos en células del Cuerpo de Cristo, que vivan su vida; debemos ser incorporados a Cristo, insertados en su cuerpo. ¿Cómo? Por el bautismo: Nacidos en la raza de Adán, hemos renacido en Cristo. Dice San Pablo a los Romanos: «Hemos sido insertados en Cristo por el bautismo» (6, 3); y a los Gálatas (3, 27): “Cuantos en Cristo habéis sido bautizados, os habéis vestido de Cristo (...) porque todos sois uno en Cristo Jesús”.

Eso es la Iglesia; eso significa pertenecer a Ella. Estamos insertados en la humanidad de nuestro Señor, hechos uno con El. Y esa humanidad es la de Dios Hijo, por la que estamos unidos a la segunda Persona y, a través de ésta, a la Trinidad entera. Descubrimos así un nuevo sentido en dos frases pronunciadas por el Señor en la Ultima Cena.

En el texto que ya hemos citado, ruega porque todos los que crean en El “sean uno, como tú, Padre, estás en mí y yo en ti, para que también ellos sean uno en nosotros” (Jn 17, 21; léase hasta el final del capítulo). Antes del principio del gran discurso, ya había enunciado la verdad en una sola frase: “Yo estoy en mi Padre, y vosotros en mí y yo en vosotros” (Jn 14, 20).

Sería una pena ser católico y no hacerse cargo de lo que eso significa, por lo mucho que nos estaríamos perdiendo. Ahora bien, saberlo puede resultar también aterrador, ya que, además de la vida sobrenatural que Cristo nos ha logrado, tenemos otra vida natural, y pocos de nosotros podemos jactarnos de triunfos espectaculares a la hora de armonizar ambas. Pero aun con nuestra mediocridad, tenemos una especial grandeza: no hay ninguna otra dignidad al alcance del hombre que pueda compararse a la que hemos adquirido cada uno de nosotros por el bautismo.


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