EXISTENCIA DE DIOS
El argumento ontológico para la existencia de Dios
es un razonamiento apriorístico que pretende probar la existencia de Dios
empleando únicamente la razón; esto es, que se basa únicamente —siguiendo la
terminología kantiana— en premisas analíticas, a priori y necesarias para
concluir que Dios existe. Dentro del contexto de las religiones abrahámicas, el
argumento ontológico fue propuesto por primera vez por el filósofo medieval
Avicena en El libro de la curación, aunque el planteamiento más famoso es el de
Anselmo de Canterbury en su Proslogion. Filósofos posteriores como Shahab
al-Din Suhrawardi, René Descartes (muy conocido por aparecer en su Discurso del
método) o Gottfried Leibniz ofrecieron versiones del argumento, e incluso una
versión lógico-modal del mismo fue desarrollada por el lógico y matemático Kurt
Gödel.
El argumento ontológico ha sido siempre un muy
controvertido tema de la filosofía, no por pretender probar la existencia de
Dios, sino por el modo en que lo hace. Muchos filósofos, entre los que se
cuentan al-Ghazali, Averroes, David Hume, Immanuel Kant, Bertrand Russell y
Gottlob Frege, lo han rechazado frontalmente, sin que necesariamente creyeran
que Dios no existe; muchos de sus críticos, de hecho, han sido destacados religiosos
(Santo Tomás de Aquino, Guillermo de Occam, fray Roger Bacon...).
En efecto, esta polémica surge del hecho de que el
argumento analiza el concepto de Dios y afirma que el propio concepto implica
la existencia de Dios. Si podemos concebir un Dios, entonces, razona, este debe
existir. Así, la principal crítica al argumento suele ser que no ofrece premisa
alguna a la demostración más allá de cualidades inherentes a la proposición no
demostrada, conduciendo a un argumento circular en el que las premisas se basan
en las conclusiones, las cuales a su vez se basan en las premisas, conformando
una falacia por petición de principio.
Las principales diferencias entre las distintas
versiones del argumento provienen principalmente de los diferentes conceptos de
Dios que se toman como punto de partida. Anselmo, por ejemplo, comienza con la
noción de Dios como un ser tal que nada mayor puede ser concebido, mientras que
Descartes comienza con la noción de Dios como el ser poseedor de todas las
perfecciones.
¿PUDE EL
HOMBRE VIVIR SIN DIOS?
Contrario a lo que han afirmado los
ateos, estetas, y epicúreos a través de los siglos, el hombre no puede vivir
sin Dios. El hombre puede tener una existencia mortal sin reconocer a Dios,
pero no sin Dios.
Como el Creador, Dios originó la vida humana. Decir
que el hombre existe independientemente de Dios, es como decir que un reloj
puede existir sin un relojero que lo fabricara, o que un escrito pueda existir
sin un escritor. Debemos nuestra existencia al Dios a cuya imagen fuimos
hechos. (Gn 1:27). Nuestra existencia depende de Dios, ya sea que reconozcamos
Su existencia o no.
Como el Sustentador, Dios continuamente confiere
vida (Salmo 104:10-32). Él es la Vida (Sn Jn 14:6), y toda la creación subsiste
por el poder de Cristo (Col 1:17). Aún aquellos que rechazan a Dios, reciben su
sustento de Él: “… que hace salir Su sol sobre malos y buenos, y que hace
llover sobre justos e injustos.” (Sn Mt 5:45) Pensar que el hombre pueda vivir
sin Dios es suponer que un girasol pueda vivir sin luz o una rosa sin agua.
Como el Salvador, Dios da vida eterna a aquellos
que creen. En Cristo hay vida, quien es la luz de los hombres (Jn 1:4). Jesús
vino para que pudiéramos tener vida “en abundancia” (Jn 10:10). A todos los que
ponen su confianza en Él, se les ha prometido vivir una eternidad con Él (Jn
3:15-16). Para que el hombre viva – realmente viva – debe conocer a Cristo (Jn
17:3).
Sin Dios, el hombre sólo tiene una vida física.
Dios les advirtió a Adán y Eva, que el día que ellos lo rechazaran,
“ciertamente” morirían (Gn 2:17). Como sabemos, ellos sí desobedecieron, pero
no murieron físicamente ese día; sino que murieron espiritualmente. Algo dentro
de ellos murió -la vida espiritual que habían conocido, la comunión con Dios,
la libertad de gozar de Su presencia, la inocencia y pureza de sus almas—todo
se acabó.
Adán, quien había sido creado para vivir en
compañerismo con Dios, fue maldito con una existencia completamente carnal. Lo
que Dios había planeado que fuera del polvo a la gloria, ahora debía ir del
polvo al polvo. Al igual que Adán, en la actualidad, el hombre sin Dios, aún
funciona en una existencia terrenal. Como tal, aún puede parecer feliz; después
de todo, hay goce y placer en esta vida.
Hay algunos que rechazan a Dios cuyas vidas están
llenas de alegría y diversión. Su búsqueda carnal parece haber producido una
existencia gratificante. La Biblia dice que hay cierta medida de deleite que se
obtiene del pecado (Hbs 11:26). El problema es, que éste es temporal; la vida
en este mundo es corta (Sal 90:3-12). Tarde o temprano, el hedonista, como en
la parábola del hijo pródigo, encuentra que el placer mundano es insostenible
(Lc 15:13-15).
Sin embargo, no todo el que rechaza a Dios es un
libertino. Hay mucha gente no salva, que aún así viven vidas sobrias y
disciplinadas—vidas plenas y felices. La Biblia presenta ciertos principios
morales, que benefician a todos en este mundo –fidelidad, honestidad,
autocontrol, etc. Prov 22:3 es un ejemplo de tal verdad general. Pero, de
nuevo, el problema es que, sin Dios, el hombre sólo tiene este mundo. Pasar por
esta vida tranquilamente no es garantía de que estemos listos para la vida
después de ésta. Ver la parábola del agricultor rico en Lc 12:16-21, y el
encuentro de Jesús con el joven rico en Mt 19:16-23.
Sin Dios, el hombre está incompleto, aún en su vida
mortal. San Agustín remarcó que el hombre no está en paz con sus semejantes,
porque no está en paz consigo mismo, y que él está inquieto consigo mismo,
porque no tiene paz con Dios.
La búsqueda del placer por el placer mismo, es
señal de confusión interior; sin embargo, ésta es la fachada epicúrea de
felicidad. Los buscadores de placeres a través de la historia, han encontrado
una y otra vez que las diversiones temporales de la vida dan paso a una
desesperación más profunda. Es difícil sacudirse la fastidiosa sensación de que
“algo está mal.” El rey Salomón se entregó a la búsqueda de todo lo que este
mundo tiene que ofrecer, y escribió sus resultados en el libro de Eclesiastés.
Salomón descubrió que el conocimiento, por sí
mismo, es vano (Ecl 1:12-18). Encontró que el placer y la riqueza son vanas
(2:1-11), el materialismo es vanidad (2:12-23), y las riquezas son efímeras
(capítulo 6).
Salomón concluyó que la vida es regalo de Dios
(3:12-13) y que la única manera sabia de vivir es temiendo a Dios: “El fin de
todo el discurso oído es este: Teme a Dios, y guarda Sus mandamientos; porque
esto es el todo del hombre. Porque Dios traerá toda obra a juicio, juntamente
con toda cosa encubierta, sea buena o sea mala.” (12:13-14)
En otras palabras, hay más por qué vivir que la
dimensión física. Jesús enfatizó este punto cuando dijo: “No solo de pan vivirá
el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios.” (Mt 4:4). No es
el pan (material) sino la Palabra (el espiritual) lo que nos mantiene vivos.
Blaise Pascal lo puso de esta manera: “Es en vano, oh hombres, que busquen
dentro de ustedes mismos la cura para todas sus miserias.” El hombre sólo puede
encontrar vida y plenitud cuando reconoce a Dios.
Sin Dios, el destino del hombre es la muerte. El
hombre sin Dios está espiritualmente muerto; cuando su vida física se acabe, él
enfrentará una muerte continua—la eterna separación de Dios. En la narración de
Jesús sobre el hombre rico y Lázaro (Lc 16:19-31), el hombre rico vive una vida
suntuosa de comodidades sin pensar en Dios, mientras que Lázaro sufre a través
de toda su vida, pero conoce a Dios. Es después de la muerte, que ambos hombres
comprenden la gravedad de las decisiones que tomaron en vida. El hombre rico
“alzó sus ojos, estando en tormentos” (16:23) en el infierno. Él se dio cuenta,
demasiado tarde, de que hay más en la vida que la satisfacción de los ojos.
Mientras tanto, Lázaro era confortado en el paraíso. Para ambos hombres, la
corta duración de su existencia terrenal palideció en comparación con el estado
eterno de sus almas.
El hombre es una creación única. Dios ha puesto el
sentido de la eternidad en nuestros corazones (Ecle 3:11), y ese sentido del
destino eterno sólo puede encontrar su realización en Dios Mismo.
Y de igual manera el Espíritu nos ayuda en nuestra debilidad; pues qué hemos de pedir como conviene, no lo sabemos, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos indecibles. Rm 8:26
Todo lo puedo en Cristo que me fortalece. Flp 4:13
¿Qué, pues, diremos a esto? Si Dios es por nosotros, ¿quién contra nosotros? Rm 8:31
¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿Tribulación, o angustia, o persecución, o hambre, o desnudez, o peligro, o espada? Rm 8:35
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